Una posición doctrinaria sostiene que los administradores de una compañía tienen un mandato único consistente en generar las mayores utilidades posibles para quienes los pusieron en ese puesto, es decir, para los accionistas. Este argumento tiene una lógica impecable: los accionistas ponen plata para formar una industria, una empresa, cuyo fin es por antonomasia la creación de riqueza para ellos. Por lo tanto, la empresa no puede destinar su plata a otro fin que no sea precisamente ése.
Otra postura, en cambio, considera que las compañías, además de su finalidad netamente económica, deben cumplir un servicio social.
Esta idea se basa en que es indiscutible que las sociedades anónimas, que surgieron como una forma de desarrollar un proyecto lucrativo para sus inversionistas, se convirtieron en gigantes de enorme poder, capaces de generar fenomenales externalidades, buenas y malas, sobre el medio ambiente, los lugares en que tienen sus centros de operaciones y las comunidades donde ofrecen sus productos. A título ejemplar, hay empresas que tienen ingresos superiores a varios países en desarrollo o de quienes dependen poblaciones completas. Recuerde, por ejemplo, que del destino de Wal Mart dependen más de un millón y medio de empleados, y sus respectivas familias.
Hay quienes sostienen que estas compañías se han convertido en verdaderas instituciones de corte social, a lo que debe agregarse que la personalidad jurídica, ese beneficio sin el cual no podrían cumplir su objetivo, les está dada por el Estado. En razón de ello, las empresas pueden y deben tener un compromiso estrecho y activo con los fines de éste, es decir, con el bien público.
Esta postura tiene ciertamente detractores. En 1973, el premio Nobel Milton Friedman declaraba a la revista Playboy que él no compraría acciones en una empresa que actuara motivada por responsabilidad social. La obligación de un ejecutivo corporativo es producir la mayor cantidad de dinero posible para los accionistas, mientras opere dentro de las reglas del juego. Cuando un ejecutivo toma decisiones por motivos de responsabilidad social, está tomando el dinero de otros.
El año pasado, en un extenso artículo sobre el tema, la revista The Economist llegó a conclusiones similares: Recuerde que la filantropía corporativa es caridad con plata ajena, y eso no es filantropía para nada. El artículo concluía que el guardián de los intereses públicos es el Estado y no las compañías. El verdadero negocio de los negocios son los negocios.
¿Cuál es la situación en Chile? ¿Puede el directorio de una empresa destinar utilidades a obras filantrópicas o al bien público en exceso de lo que exige la ley?
El Código Civil nos indica que el objetivo que persiguen los socios al constituir una sociedad es poner algo en común con el fin de repartirse las utilidades que provengan de ello. Nada más.
Por su parte, la ley considera que los directores, como mandatarios de los accionistas, deben velar por el desarrollo del negocio, lo que importa que sólo pueden actuar dentro del marco de actividades permitidas por los estatutos de la compañía. Si los directores se apartan de este objeto, sus actos podrían no obligar a sociedad. Aun más, la ley de sociedades anónimas expresamente prohíbe a los directores adoptar decisiones que no tengan por fin el interés social, sino sus propios intereses o los de terceros relacionados, y practicar actos contrarios a los estatutos o al interés social. Los directores pueden incluso resultar personalmente responsables por estos actos.
A simple vista, toda acción corporativa que no estuviera orientada a maximizar los beneficios de los accionistas estaría prohibida.
Sin embargo, no todo está perdido. No solo es comercialmente deseable, sino que nuestra legislación permite que un directorio persiga beneficios de largo plazo. Por esta vía es que podemos argumentar jurídicamente que la responsabilidad social corporativa, si bien se traduce en desembolsos que benefician a terceros ajenos a la empresa, no es sino una inversión a largo plazo en la misma compañía. Por ejemplo, el directorio podría sostener que los consumidores preferirán productos de una empresa que sea percibida como más humana y, en aras de la imagen corporativa, destinar recursos a obras filantrópicas o de avance social.
Pero esto no significa carta blanca para el directorio, el que deberá manejar este tema con prudencia y buscar la mayor transparencia con sus accionistas, ojalá siguiendo planes de responsabilidad social aprobados por éstos en forma previa. Antes de hacer aportes a obras de caridad, los directores deberán tener en mente que toda filantropía quedará sujeta al escrutinio de los accionistas, que son los que finalmente estarán poniendo la plata.
(*) Magíster en Derecho, Cornell University
Abogado. Guerrero Olivos Novoa y Errázuriz
Profesor Derecho UC