Son las 7.30 de la mañana. Voy camino al trabajo y me topo con una fila que no avanza. Suena el celular y me distraigo un momento. Contesto a través del manos libres, no para evitar una infracción de tránsito, sino para que no me vean el teléfono y evitar ser una tentación para los ladrones.
De repente, me tocan el vidrio por el lado del copiloto. Un motorizado, con lentes oscuros y que no debe tener más de 20 años, me señala el dedo anular y luego me apunta en repetidas ocasiones. Al principio me hago el distraído, pero es inevitable, quiere mi anillo. Hago como que no le entiendo. Se levanta la camiseta y muestra que va armado. Le indico que dé la vuelta hacia el puesto del conductor. En milésimas de segundo pienso: ¿Intento embestirlo con el auto? ¿Y si no tengo éxito? Llego a una conclusión: puede matarme. Recuerdo a mi hijo y me digo que no vale la pena. Sin oponer resistencia, le entregó la prenda que utilizaba desde hace 14 años. El la toma y se la mete en la boca. Si algún policía intenta atraparlo se tragará su botín para no dejar pruebas.
Ese día entré a las estadísticas de los cientos de robos semanales que ocurren en Caracas, la capital sudamericana con la mayor tasa de homicidios.
No sirve de nada tener los vidrios oscuros del auto ni la alarma central.Tampoco acatar las recomendaciones de los expertos, de evitar sacar objetos de valor en lugares públicos, razón por la cual muchos caraqueños dejaron de usar relojes hace unos años, no sólo para que no se los quiten, sino para evitar que les pregunten la hora y con esa coartada facilitar un asalto.
Puede parecer paranoia, pero ninguna medida garantiza estar exento de la inseguridad, sólo se minimizan los riesgos. Secuestros o robos con agresiones se escuchan todos los días. Es común la frase consoladora cuando sólo te roban algo: “Saliste barato”, te pudieron quitar el auto o, peor aún, haber matado.
La frontera entre la vida y la muerte es cada vez más frágil. Un caso de repercusión mundial ocurrió hace casi dos meses. El asesinato de la ex miss Venezuela Mónica Spear conmocionó a miles de personas, más allá de nuestras fronteras. Eran las 22.00 de un lunes cualquiera. Spear circula por una carretera. El vehículo que maneja su pareja sufre un desperfecto, se detienen. Intentan llamar por el celular para obtener ayuda. No la consiguen. Llega una grúa para auxiliarlos y, en lo que se disponen para remolcar el vehículo, aparecen unos individuos que quieren sus pertenencias. Ella y él se meten en el asiento de atrás para proteger a su hija que dormía, sin haberse percatado del percance. Apenas opusieron resistencia, pero eso bastó para que los criminales descargaran sus armas. La pareja murió en el acto y la niña de cinco años sólo fue herida en el brazo, pero ya nunca más verá a sus padres.
La muerte de ambos se suma a las de 2.000 personas promedio al mes que fallecen, producto de la violencia en Venezuela, según las estadísticas que maneja el Observatorio Venezolano de la Violencia. En 2013, la misma ONG consolida en 25 mil los asesinatos en el país. El crimen de la ex miss obligó al gobierno a relanzar su plan de seguridad, el vigésimo que se aplica en el país desde que llegó la revolución bolivariana al poder, en 1999, y provocó la inédita asistencia de Henrique Capriles, líder de la oposición, al Palacio presidencial de Miraflores para coordinar acciones de seguridad junto al Ejecutivo.
La muerte de Spear no sólo movió al gobierno, también reavivó los temores en muchas familias venezolanas. Alejandra de Moreno, abogada de 48 años, tiene tres hijos, de 31, 22 y 11 años. Los dos primeros siguen viviendo con ella. Ambos tienen una vida por delante y, como todo joven, salir en la noche para compartir con amigos es parte de su plan de fin de semana. También es la angustia de su madre. Muchas noches, jóvenes como ellos deciden dormir en casa de sus amigos para evitar el viaje de vuelta a su casa, ante el temor de ser asaltados en el regreso. Durante la madrugada son varias las llamadas que se cruzan para verificar dónde están y si todo marcha bien.
MIEDO A LA NOCHE
El miedo a salir de noche es una constante que se viene reflejando en la asistencia a los espectáculos públicos. A principios de año, varios teatros de la capital anunciaron que eliminaban su última función, habitualmente a las 22.00, y adelantaban en una hora su funciones de las 20.00. Desde hace meses, los cines abandonaron su tradicional función de medianoche los fines de semanas, en las cuales difundían los estrenos de la temporada.
Una conocida cronista de la noche caraqueña, con más de 30 años reseñando los eventos sociales de la capital, cuenta cómo desde inicio de año notó que las recepciones a las que estaba asistiendo terminan cada vez más temprano. “Antes los asistentes se quedaban para el último trago hasta un poco más de la medianoche. Ahora ya a las 23.00 son pocos los que quedan. Al volver a mi casa, es impresionante lo desiertas que están las calles”, dice.
Pero la inseguridad no se limita a la noche y los “amigos de lo ajeno” ya no sólo recurren a las pistolas o armas blancas para someter a sus víctimas. Son varias las denuncias que relatan que en el Metro de Caracas individuos llegan en grupo a un vagón. Cada uno con un frasco lleno de cucarachas y de manera sorpresiva, las lanzan a los pasajeros en medio de un viaje entre una estación y otra. Entre la confusión y el asco, despojan a sus víctimas de sus pertenencias. La delincuencia cada vez se organiza y se tecnifica más en Caracas.